Cuando a la vida le da por enseñarte su espalda

Podríamos definir la vida como un sendero, una ruta turística. El mío, mi camino, tiene el mar, siempre el mar, a un lado y la montaña a otro.

Cada camino es diferente, tanto como somos nosotros por mucho que nos parezcamos.

Lo curioso entre otras muchas cosas, es que este camino no siempre es recto y despejado.

En ocasiones es sinuoso, serpenteante, llenos de baches, con cambios de rasantes y muchas subidas y bajadas.

Algunas veces en cambio el camino se ve muy despejado y uno sabe por dónde pisa. Y en otras  por contra es tan frondoso que cuesta encontrarlo. En cualquier caso únicamente tenemos una cierta visibilidad del mismo. Nunca mucha y nunca demasiado tiempo.

Mi camino en agosto suele llevarme a la playa, a alguna playa del sur, pero este año decidió llevarme a urgencias varias veces.

Y yo que ya tengo una cierta edad y he pasado más veces de las que quisiera por quirófano le tengo (digamos discretamente) “cierta aprensión a hospitales, médicos y agujas fundamentalmente”.

Así que una de las veces que recalé en urgencias y ya no sabían que hacer para calmar el intenso dolor, me advirtieron “prepárate, vamos a pincharte en todas partes.”

Y ahí, sola, asustada y dolorida en aquella camilla, pensé “no quiero ser fuerte y valiente. Quiero ser pequeña y que me abracen.”

Y le dije a la enfermera (gracias Sheila por tu dulzura y tu calma) “tengo mucho miedo, así que voy a llorar aquí un rato bajito para no molestar.”

En realidad ya estaba llorando cuando terminé de pronunciar esas palabras.

Ella me miró con dulzura y me dijo “tranquila, tu llora todo lo que necesites, yo estoy aquí, lo único que te pido es que no te muevas mientras te pincho.”

Y me quedé muy quieta, llorando casi en silencio mientras me inyectaban una y otra vez.

Diré que fue muy poco tiempo el que lloré, lo justo para deshacer el nudo que me apretaba el estómago.

En el box de al lado había un anciano con entre otras muchas cosas que eran las que le habían llevado a urgencias, demencia senil.

Yo le oía a él y a su hijo, allí a su lado. Y sentía su desamparo y su confusión tanto como la mía.

Escuchaba a su hijo diciéndole “papá estoy aquí, tranquilo.” Sentía ese amor infinito circular por la sala. Y pensaba que al final el amor y la compañía siempre van de la mano.

Que ser siempre “el adulto” es una carga muy pesada. Que en ocasiones todos necesitamos ser “el niño” por un momento, al que amparan y miman.

Gestionar las llamadas “emociones negativas” no es nuestro fuerte. No queremos sentir miedo, pena, tristeza, dolor… así que procuramos evadirnos de ellas con todos los medios a nuestro alcance. Remedios y recetas que en muchas ocasiones terminan siendo parches o remiendos.

Y de esta forma con nuestro castillo de naipes nos lanzamos al mundo de nuevo, creyendo que una vez pasado  ya no vuelves a caer en lo mismo.

Porque pasar por ellas, sentirlas, dejar que te acompañen parte del camino, aprender a gestionarlas e incluso a darles las gracias por la enseñanza aportada, se convierte en una dura, durísima travesía.

Pero tendemos a olvidar algo tan simple como que la vida son ciclos, montañas rusas o como queráis definirla. Que las circunstancias tienden a repetirse si no de una manera exacta si muy parecida. Y un día te encuentras en el mismo punto que creías haber dejado atrás hace tiempo.

A pesar de las apariencias todos tenemos una historia que contar. Nadie pasa ileso por la vida.

Como comenté más arriba no era mi primera vez “seria” en un hospital. Hace unos 23 años me operaron de urgencia a vida o muerte. No voy a decir que no sentí miedo porque claro que lo sentí, pero no si era la juventud, la rapidez de todo el proceso o mi seguridad interior; en ningún momento me plantee nada que no fuera que todo iba a salir fenomenal.

Hace poco más de dos años pasé otra situación parecida y tampoco tuve demasiadas dudas de que todo iría bien.

En esas circunstancias sentí que el miedo no era una opción, pero en esta ocasión sospechaba, percibía que mi suerte se había agotado. Que algo malo me iba a pasar.

La incertidumbre de no tener un diagnostico se convirtió en angustia, después llegó el miedo y por ultimo sentí como el pánico se apoderaba de todo mi ser, físico y emocional.

Una persona a quien quiero y respeto muchísimo me dijo un día de esos duros “bajar al infierno y salir de él te cambia por dentro, te cambia la vida, al menos a mí me la cambió sino no me habría decidido a hacer lo que hice, dejarlo todo por perseguir mi sueño.”

Lo cierto es que yo ya hacia un tiempo que no me sentía “auténticamente yo”. Era un pensamiento negativo por aquí, un momento de angustia por allí, un pequeño malestar constante sin un motivo aparente que lo pudiera justificar.

De hecho uno de los múltiples especialistas que he visitado en estos meses, me comentó que al no encontrar una causa física, palpable de lo que me estaba sucediendo, un golpe muy fuerte, un sobreesfuerzo casi de deportista de elite, lo único que se le ocurría era una somatización de estrés emocional.

Poco he podido hacer en estos meses de reposo y dolor constante, más que pensar. Darle vueltas a las conversaciones que tenía. Y me di cuenta de aquellas cosas que habían quedado sin resolver en el pasado. Entre ellas el “no duelo” por la pérdida de mi madre.

Las heridas a veces cicatrizan en falso. Parece que todo va bien, tienen un aspecto bastante aceptable y de repente un día te empieza a subir la fiebre y resulta que “la cosa” no iba tan bien ahí dentro como parecía por fuera.

Con las heridas emocionales pasa exactamente lo mismo igual incluso con más frecuencia que con las físicas.

Te encuentras en un mal momento, dolor, ansiedad, soledad, tristeza, culpa, desconsuelo, incomprensión (la lista es muy larga).

Un día parece que vez algo de luz y te lanzas como loco sin darle más vueltas al asunto. O “simplemente” lo aparcas en algún rincón del inconsciente. Porque nos da miedo enfrentarnos a ellas. Porque nos han enseñado a ocultarlas, a no hablar de ellas, a no buscar ayuda. Nos han dicho que únicamente las personas débiles necesitan ayuda y claro nosotros no, nosotros somos fuertes.

Y ese lastre, esa mochila con la que estamos cargando nos va desgastando, debilitando. Y un día tu cuerpo se enfada y se enferma porque ya no puede más. Sí, así de simple y así de complejo, ya no puede fingir por más tiempo que todo va bien. Que no hay dolores que sanar y cuentas que arreglar.

Tenemos que aprender a hacernos conscientes y no reprimir nuestras emociones. Aceptarlas y trabajar con ellas para solucionarlas. Sentir y entender que quizás deban acompañarnos un tiempo. Canalizarlas correctamente.

Cuando las emociones irrumpen cual tornado en nuestras vidas nos paralizan, se hacen dueñas de la situación y manejan nuestros comportamientos e incluso nos impiden pensar con claridad. Aceptar todas nuestras emociones nos permitirá llevar una vida más equilibrada.

Tenemos que ser capaces de tomar conciencia de lo que sentimos, darnos cuenta que de las emociones negativas también se aprende y mucho, ya que contribuyen a conocernos mejor y a madurar afectivamente. Las emociones contienen información valiosa sobre nuestras necesidades y deseos. Hacernos conscientes nos permite entender el motivo de algunas de las decisiones tomadas.

Todo esto implica que en ocasiones tendremos que pasar por los malos momentos de forma plena, sin intentar reprimirlas. Que si tienes llorar pues eso tendrás que hacer, que enfadarse no siempre es malo, y que gritar desahoga mucho. Sin dejar eso sí que nos dominen, manteniendo de alguna manera un cierto control.

Tenemos que integrarlas en nuestro pensamiento, sentirnos enfadados, tristes o incomprendidos puedes ser bueno o malo dependerá de la situación que estemos viviendo.

Quizás esta experiencia estaba aquí esperándome para ponerme a prueba, para mostrarme donde debía trabajar con más intensidad.

Me gustaría dejar muy claro que este post es una exposición de mi proceso emocional. Pero en el transcurso de estos meses de medico en medico y hospitales diarios he conocido otras historias parecidas a la mía, donde el estrés y la ansiedad derivó en una somatización física.

Es indudable  que una actitud positiva y una adecuada gestión emocional es la mejor medicina preventiva, pero sin llevarnos a engaño lo cierto es que las enfermedades existen y en ocasiones ni por mucho que te cuides ni mucha actitud positiva que le pongas a la vida, te libras de ella.

Si me decidí a escribir sobre lo sucedido es porque en mi caso y en el de cualquier persona que en un momento de su vida sienta que las emociones se le desbordan  es necesario darle la importancia que merece. Recordad que mente y cuerpo van de la mano y son más frágiles de lo que nos gusta pensar.

En estos momentos me siento feliz y agradecida a la vida. Me siento distinta. No es que ahora esté en permanente estado de entusiasmo. No es que todo lo vea de color rosa y purpurina.

Es otra cosa difícil de explicar, es entender y asumir a donde me ha llevado, y me seguirá llevando, (esto no ha terminado al menos desde el punto de vista médico las cosas van para largo) todo lo vivido en este proceso. Entender que todo tiene sentido.

Y lo más importante disfrutar plenamente de la sensación de “haber vuelto”.

Me gustaría terminar diciendo que si alguna de las personas que ha leído este post siente que está en un momento de “desborde emocional” que pare un instante, respire lentamente y pida ayuda, que no se avergüence, o se sienta menos fuerte o valiente por hacerlo. Que lo hable con su familia, con su entorno y desde luego con un especialista si es el caso.

Gracias a todos por el apoyo y el calor que he recibido durante todo este tiempo en silencio.

Bienvenidos a mi casa de nuevo.

Ya sé que crees que crecer duele

El sentido del humor es una de mis grandes herramientas para enfrentar la vida. Pero en ocasiones, cuando estás en pleno proceso de cambio, cuando te encuentras mal, resulta difícil encontrarle la “gracia al asunto”. Y entonces te pones gruñona y la gente de tu entorno te mira y te dice “¿Pero qué te pasa si tú no eres así?”

Y lo que te pasa es que estás irritada como cuando eras pequeña y te dolían las piernas

¿Recordáis cuando erais pequeños y os dolían las piernas?

Al menos a mí me pasaba, total “pa na” para quedarme en mi 1.63 de altura. Pero se ve que me di prisa o algo en crecerlo todo junto porque yo ya medía esto con 10 u 11 años.

El caso es que tengo recuerdos de muchas noches, supongo porque es cuando más consciente te haces al intentar dormir, en las que me dolían mucho las piernas y mi madre me daba una aspirina y me decía “no te preocupes cariño eso es que estás creciendo”.

Pues crecer duele y hay días que mucho.

El crecimiento interior, así a priori es desalentador. No es para los cortos de espíritu. Toma mucho tiempo, mucho esfuerzo y es doloroso. Nos pide, nos exige más bien, que miremos profundamente dentro de nosotros mismos y reflexionemos. Es un proceso largo, no es algo que suceda de la noche a la mañana.

Lo cierto es que dan ganas de pensárselo una o varias veces, es posible que necesitemos que pase algo que nos arranque las ganas de seguir por el mismo caminito de siempre. Y ahí está el Universo dispuesto a darnos el empujón que necesitamos. Puede ser un simple meneo, a un auténtico terremoto que nos sacuda desde los cimientos.

Podemos están tan enfocados en un único camino, una única visión, un único propósito, que somos incapaces de ver con claridad las oportunidades que están a un sólo paso de distancia.

Es nuestra disposición, nuestra determinación y el tiempo lo que nos hace ver más allá de cualquier dolor que hayamos pasado, el  por qué nos agarramos a ciertas situaciones.  Ahí es donde damos ese primer paso que nos lleva por un camino diferente, que en muchos casos nos conduce hacia donde realmente debemos y deseamos estar.

Llegado el momento te haces consciente de por qué tuviste que pasar por todo lo que hiciste. Que el dolor, las lágrimas y el esfuerzo valían la pena. Y te das cuenta que estás donde necesitabas estar.

Una mañana te levantas y eres capaz de darte cuenta de que no fue en vano. Que el dolor te hizo quien eres. Que eres fuerte precisamente por eso. Porque de cada experiencia, las buenas pero sobre todo de las malas, tomaste algo.

Nuestro instinto siempre tiene razón. Si sientes en tu corazón que alguien o algo no está bien, sal de ahí, déjalo marchar. Tu intuición no miente.

Escuchar a la intuición, supone callar la mente, dejar de un lado los argumentos racionales y permitir que las emociones dirijan. Eso asusta, nos gusta que la mente controle, nos da seguridad tener un “porqué”.

Crecer significa soltar, dejar ir y eso es terrorífico. Desgarrador en ocasiones, doloroso casi siempre, pero también hermoso, liberador y sanador.

Cuando dejamos ir algo, nunca sabemos lo que nos espera. Eso nos llena de inseguridad (refranes como “mejor lo buen conocido que lo malo por conocer”). Tendemos a pensar que lo que puede venir siempre va a ser peor.

La vida es cambio continuo.  Lo que está por delante es mucho mejor que lo que hay detrás de nosotros. Es una nueva oportunidad, en realidad miles de nuevas oportunidades.

Nos negamos a ver las señales, nos negamos a aceptar otras realidades; buscamos desesperadamente protegernos de lo inevitable. Nos aterran los cambios porque pensamos que siempre son cambios bruscos y dolorosos, pero no es cierto, en ocasiones llegan de manera gradual y viene a poner calma donde habitaba el caos y las tormentas.

Porque al igual que sucede con el ojo del huracán (dentro permanece en calma, mientras que por fuera su fuerza devastadora arrasa con todo) eso únicamente se puede apreciar cuando estás fuera y lo más lejos posible.

 Todo llega a nuestra vida con un propósito. Las personas, los sucesos, las ocasiones. Entender cómo aprovecharlas para crecer y ser más felices es un maravilloso reto.

Crecer duele, es cierto. Duelen los huesos, las articulaciones y duele el alma. Pero es un dolor benevolente, un dolor con sentido, buscado; porque lo que llega después es siempre bueno.

Es ese dolor de los pies de una bailarina cuando ensaya, de las piernas de un corredor cuando entrena, las manos de un guitarrista después de horas desgarrándose en las cuerdas de su guitarra o el de una mujer pariendo. Tiene en sí mismo un propósito y un fin.

Y lo es porque el deseo de crecer forma parte de nuestra naturaleza. Es una poderosa fuerza que nos empuja inevitablemente, forma parte de  nuestra misión más básica y fundamental en la vida.

Podemos intentar resistirnos a esa fuerza e ignorarla, de hecho algunos lo consiguen con gran éxito, pero es muy difícil aniquilarla totalmente. Si no te implicas conscientemente en tu desarrollo y crecimiento personal, es muy posible que algo dentro de ti, o fuera de ti (llámalo Universo o como quieras)  te empuje hacia experiencias y situaciones que te obliguen a hacerlo.

El deseo de crecimiento personal surge, frecuentemente, de un dolor emocional, de una insatisfacción o un el malestar psicológico que nos resulta difícil de explicar a los demás, es muy posible que ni siquiera tengamos “una explicación lógica a eso que nos está pasando.”

Pero algo más fuerte que nuestras propias resistencias mentales nos empujan a mirar, a escudriñar en lo más profundo de nosotros mismos.

Lo sabemos o al menos lo intuimos, no todo lo que vamos a descubrir de nosotros mismos nos gusta, es más preferiríamos dejarlo donde está tranquilito y guardado. De ahí el miedo, las resistencias y el dolor.

Y sin embargo nos estamos olvidando de lo fundamental, de la llave maestra.  Mirar sin juzgar, mirar desde el amor, la aceptación y la compasión hacia uno mismo, que sí, que es buena, que es necesaria.

Que estamos hechos de los mismos ingredientes que los demás. Que no es fácil mirar hacia dentro cuando nos han enseñado a mirar hacia afuera. Que nos hemos creído que nuestro valor sólo lo tiene en la aprobación de los demás.

Hemos vivido tanto tiempo de cara al exterior que voltear la mirada hacia adentro se nos hace extraño e incómodo.

En la dimensión personal nuestros argumentos y acciones siempre son guiados por nuestras emociones, por lo que es importante entenderlas y aceptarlas. Encontraremos fortalezas insospechadas, capacidades que desconocíamos que poseíamos., creencias potenciadoras.

Si no tenemos valor para conocernos a nosotros mismos nunca seremos los auténticos responsables de nuestras vidas.

No consiste únicamente en dejar, consiste y eso es mucho más emocionante, en descubrir, en incorporar, en adaptar, hábitos y actitudes mucho más enriquecedoras. Que nos hacen sentir más plenos, más felices. Significa ni más ni menos que tomar el control de nosotros.

Crecer, desarrollarnos emocionalmente supone volver a parirnos, volver a nacer al mundo, con otra visión, otra claridad. Es cambiar aquello que no “encaja” en nosotros y construirlo a nuestra medida.

Es tomarnos el tiempo suficiente para entendernos y amarnos. Y desde ese amor, evolucionar. Dejar fluir nuestra creatividad sin miedo al qué dirán. Potenciar una mente más libre, más crítica, más receptiva a las oportunidades y sobre todo a nuestras necesidades.

Estamos hechos para brillar, para dar luz al resto del mundo, para compartir con aquellos que se cruzan en nuestra vida lo mejor de nosotros mismos. Para disfrutar plenamente con lo que los otros comparten con nosotros. No debemos delegar en nadie aquello que no pertenece, la posibilidad de ser nosotros mismos.

“La vida no se trata de encontrarte a ti mismo, se trata de crearte a ti mismo”  George Bernard Shaw

Coherencia,¡ qué bonitos ojos tienes!

En ocasiones hay conceptos que se instalan en mi cerebro, montan el campamento y no hay manera de desalojarlas hasta que decido hacerles caso.

Eso me está sucediendo últimamente con la palabra coherencia. Me da vueltas y vueltas rondándome como novio impetuoso.

Dentro de las definiciones la que a mí me mantiene ocupada es ésta “Cualidad de la persona coherente o que actúa en consecuencia con sus ideas o con lo que expresa.”

El concepto en si está marcado por una gran subjetividad, la falta de coherencia puede ser muy grave en ciertos contextos, pero algo sin importancia en otros. La vida, nuestra vida, la de todos,  se compone de miles de situaciones triviales, pequeñas decisiones que tomamos cada día, un cambio o alguna contradicción  ciertamente no representan un rasgo negativo de una persona, ni una amenaza para la seguridad de su entorno inmediato.

Es algo mucho más profundo, que está relacionado con la falta de conexión entre nuestros deseos más profundos y lo que realmente hacemos.

La coherencia es una actitud que se refleja en el comportamiento. La falta de coherencia se advierte en ocasiones de forma muy evidente, y en otras de forma mucho más sutil. Pero en ambos casos me chirria, me descoloca y me hace desconfiar de la persona.

La falta de coherencia produce como mínimo decepción y desencanto en otras personas.  Resulta difícil mantener la confianza en alguien a quien percibes incoherente.

No se trata de que tus ideas y acciones estén alienados con los míos, se trata de que se perciba que lo que piensas, dices y haces coinciden. Y eso no es fácil, para ninguno de nosotros, pero lo ideal es tender hacia ello.

¿De qué pasta está hecha la coherencia? La desconozco, si esperabais que la explicara lo cierto es que la desconozco. Lo que sí sé es que uno de los ingredientes más importantes es el valor.

Hay un largo camino entre lo que sentimos en lo más profundo y lo que hacemos a diario, en ocasiones se parece muy poco, pero habitualmente existe mucha más distancia entre lo que decimos y lo que hacemos. Y en esto uno de los motivos es el valor. Mejor dicho la falta  de él.  Para ser como realmente somos, sin fachada,  para hacer o vivir como realmente queremos, para atrevernos a mostrarnos sin miedo a los demás.

Valor para decirle a esa persona que ya no la amas como antes, valor para dejar un trabajo que te aprieta el alma cada mañana de lunes a viernes, valor para reconocerte a ti mismo que quizás te equivocaste y ese no era el camino. Valor para llevar a cabo, valor para ser o para dejar de estar.

Es posible que al leerme alguno ahora mismo esté pensando, ¡Ahhh yo tengo mucho valor! ¡Yo siempre digo lo que pienso!

No es eso, no al menos de lo que yo hablo. No hablo de esa capacidad que tiene algunas personas de soltar lo primero que les viene a la boca en loa de la libertad de ser absolutamente sincero.

La coherencia nace en uno y desde ahí se transmite. Los primeros beneficiados somos nosotros mismos. Vivir desde la coherencia da mucha paz de mente y de espíritu, compartir con una persona que es coherente da seguridad, porque lo primero que transmite es honestidad.

Todos tenemos una serie de valores de mayor a menor importancia dentro de nuestros “imprescindibles”, uno de los míos es la honestidad.

Repito, hablo de la honestidad con mayúsculas, la de no querer engañarte a ti mismo, la de no voltear tus valores; no la de decir lo que piensas sin medir el impacto que eso puede tener.

La coherencia, parafraseando a la vecina rubia, cuando se tiene se nota. Es algo que se transmite en la forma de hablar, de vivir y hasta de respirar. Luego además estamos esas personas con una especie de radar para detectar de lejos a esas otras con una facilidad innata para enmascarar esa incoherencia.

A veces cuesta mucho ser coherente con uno mismo, con nuestros ideales, con nuestros valores y con nuestros principios. Puede y de hecho en muchas ocasiones resulta tentador y más cómodo, fundamentalmente cuando se buscan resultados inmediatos, cambiar de principios o más bien envolverlos en un paquete diferente (que justifique lo que hacemos) para conseguir rápidamente lo que queremos en ese momento.

La coherencia es como un Gps que nos indica la dirección correcta (la nuestra no la de nadie más) de nuestra vida. Saber por qué decimos sí y por qué decimos no. Si la infravaloramos o directamente la ignoramos todo eso pierde significado, y una vez que tu camino no va regulado por tus propios valores ¿qué sentido tiene esforzarnos por hacer lo correcto? ¿Para qué  intentar hacer las cosas bien si generalmente hacerlas mal suele ser mucho más rápido?

Ser coherente se fundamenta en compromisos, con uno mismo (esencial) y con los demás (indispensable para generar una relación sincera). En esos compromisos existe una gran responsabilidad. No vale todo para conseguir lo que uno quiere. No todos los métodos son iguales.

No es lo mismo buscar gustar a alguien mintiendo que siendo honesto. No es lo mismo gritar a los cuatro vientos que eres un aguerrido explorador cuando resulta que eres un Phileas Fogg cualquiera dando la vuelta al mundo en 80 días  con un maletín lleno de dinero. No, no es lo mismo decir que no te mueve el dinero en tal o cual proyecto vital y acto seguido aliarte con tu enemigo. Y no lo es porque el dinero sea malo o la idea de creerte explorador lo sea. Nada más lejos.

La diferencia viene marcada por nuestra elección del camino, la integridad de nuestras palabras y nuestras acciones puestas a prueba.

Cumplir con lo que llevas como bandera, hacer lo que dices que vas a hacer. Convertir en patrones habituales de conducta los valores que tú mismo aceptas como parte de tu esencia.

La coherencia con nosotros requiere de voluntad para superar todos los temores a ser juzgados, no entendidos, o criticados, porque lo que se nos olvida es que también podemos ser positivamente valorados, admirados y queridos.

Lo esencial, lo imprescindible  es diferente para cada uno; afecta a todo lo que necesitamos para mantener nuestro impulso vital. Los valores son universales pero para cada uno de nosotros existen en diferente orden de importancia y prioridad. Para algunos puede ser la necesidad de pertenencia y para otros la imperiosa necesidad de libertad.

La mayoría de las personas tenemos miedo (en términos generales) de lo que pueda pasar. Estamos atrapados en un ego que vive en el miedo. Eso nos lleva en ocasiones a pronunciar palabras o a actuar de manera contraria a nuestra esencia, a nuestros valores y convicciones. Lo normal entonces es que algo dentro de nosotros chirríe, el problema es cuando obtenemos resultados positivos. ¿Qué hacemos entonces para convencernos a nosotros mismos que nuestro camino de valores merece más la pena? Es mucho más fácil, no nos engañemos dejarnos llevar por la comodidad que no por la integridad.

Comentaba el otro día con Merce Roura a raíz de uno de sus post, que el camino de la coherencia es a menudo solitario, o que al menos así me ha tocado vivirlo a mí; pero que nunca me he sentido más triunfadora que cuando he perdido por ser honesta conmigo misma.

Cuando no eres fiel a tu forma de pensar, por pura supervivencia tienes que acabar viviendo lo que dices, pensado tal y como actúas. En definitiva autoengañandote.

Al final como todo lo que surge del engaño, ya sea a nosotros mismos o los demás, nuestro cuerpo y nuestra mente empiezan a pasar factura. Cuando los pensamientos negativos empiezan a copar nuestro espacio es una poderosa señal de que nos estamos alejando de nuestra esencia. La intuición (esa potente e infravalorada herramienta) es una información específica que nos llega cuando el cuerpo se mantiene en calma a pesar del posible caos y la inquietud mental. Todos distinguimos perfectamente lo que es bueno o malo para nosotros, Cuando estamos “estafando” a nuestro entorno y cuando estamos siendo honestos.

La coherencia y con ella la honestidad nos permite ser percibidos como sinceros, transparentes, fiables,  leales y sobre todo auténticos. Este es para mí uno de los valores que deberían estar más en alza; nada puede darme más seguridad que saber que puedo esperar de cada quien, desde el principio del respeto más absoluto a los valores inquebrantables para cada uno.

Para ser coherentes necesitamos saber realmente cuáles son nuestros valores. Que es aquello que nos define, que da sentido a lo que somos. Después debemos encontrar el valor y la decisión suficiente para ponerlos en práctica. 

Tu mejor versión siempre va a ser aquella que esté alineada con tus valores. No tengas miedo a mostrarla ni a compartirla con el mundo.

Dicen que tengo que crecer pero no se hacia donde…

Que se ha descubierto por lo visto hace un tiempo que íbamos por la vida como burro con orejeras. Y claro ahora nos entran a todos las prisas y los agobios.

Que tenemos que crecer dicen los profesionales, ¿Qué cuales profesionales? Chica pues todos, psicólogos, mentores, coachs, comunicadores, etc. Y una piensa que a estas alturas, nunca mejor dicho, como no crezca a lo ancho a lo alto ya me pilla tarde. Bien que agradecería yo 4  o 5 cm más de altura.

Pero por lo visto no se referían a eso, hablaban de crecimiento interior. ¡Ah bueno! Piensas, “esto es otra cosa”, no sabes cuál pero otra.

Empiezas a leer y a escuchar por todas partes (osea Internet) Que si márcate objetivos, que si focaliza, que a ver si te va a pillar la parca sin haber sido, ¿Pero que he estado haciendo con mi vida toda ella?

Que si tenemos que salir de nuestra zona de confort, que estamos muy cómodos en ella y allí solo entran los que nosotros queremos. ¡Nos ha jodido mayo con las flores! Pues claro que estamos cómodos por eso se llama de confort, y tu trabajo te ha costado.

De hecho a mí me ha llevado años acondicionarlo a mi gusto, con mis muebles y mis cojines y unas mantas para el invierno que yo soy muy friolera y los pies se me quedan helados.

Y bueno si es verdad que entran la familia, los amigos y alguno que no queda más remedio pero al fin y al cabo un cuñado siempre es el hermano de tu pareja y mira con los años le ha cogido cariño, él a su hermano, tú al cuñado no.

Y ahora van y te dicen que a la puñetera calle todos a tomar el fresco y descubrir mundo, que así se crece.

Si te pasa como a mí que tengo un alto nivel de autoexigencia vas dado Esto se convierte en un sin vivir, un no parar, una continua carrera de obstáculos.

Es que además por mucho que te esfuerces parece que nunca vas a llegar. Siempre hay algo nuevo, o algo más o algo menos. Es una desazón continua.

Y es que no te da la vida, esa en la que por lo visto no has crecido, para leer tanto libro, escuchar tanta conferencia y asistir a tanto curso. Que ahora el presupuesto de las vacaciones lo has destinado a cursos y a los niños les has regalado un bono bus para bajar a la playa. (Ellos se pueden quedar en la zona de confort que aún están a tiempo de crecer).

Ya lo decía mi madre, “Que feliz es la ignorancia” y ¡qué razón tenía! Estabas ahí tan tranquila en tu zonita, más feliz que una perdiz en un santuario de animales. Que igual es verdad que no habías crecido todo lo posible, pero es que igual no tenías interés.

Y un aciago día ves un artículo, un post, un título que te llama la atención, te pones inocentemente a hojear el contenido y ya estás perdida.

Un experto en crecimiento interior ,muy amable, te explica que llevas toda la vida eludiendo tu responsabilidad, viviendo dentro del miedo, dejando de ser tu misma para ser otra. Sin marcarte objetivos reales y metas a lograr.

Vamos a ver que nos aclaremos, ¿así que lo de levantarse a las 7 de la mañana para dejar la casa hecha y la comida a los adolescentes antes de ir a trabajar, no es asumir responsabilidades? ¡Pues ya nos podían haber avisado hace una década!

Te explican que tienes que mirar para dentro, que dejar espacio al silencio (¿silencio en casa? Ni cuando los angelitos duermen) que busques un tiempo al día para cerrar los ojos y reflexionar (si te duermes no vale, descuentan puntos).

Total que les das la cena corre que te corre y les dices que nada de molestar a mama en la habitación que se va a poner reflexiva. Enciendes una luz tenue, te pones el pijama y te sientas, cierras los ojos y te pones a practicar mindfulness (atención plena en cristiano) te centras en tu respiración y cuando vuelves a abrir los ojos ya han recogido la basura por tu barrio.

Y eso frustra y mucho; antes de saber que tenías que crecer te ibas a la cama con las preocupaciones cotidianas, que si los niños esto, que si mi jefe aquello, que no se me olvide comprar lo de más allá, pero es que ahora además te vas con la sensación de no haber terminado los deberes.  

 Ahora desde que has descubierto este nuevo mundo ya no sabes ni por donde sopla el viento.

Nos hablan de las inteligencias múltiples que describe Howard Gardner. Lo que por otro lado te alegra conocer, es un alivio pensar que aunque necesites la calculadora para hacer una multiplicación de más de cuatro cifras lo compensas con esa facilidad (así lo llamabas, ahora no, ahora es tu inteligencia kinestésica o corporal) para desatascar cañerías o arreglar muebles, que te iguala a cirujanos o bailarines (ahí es nada)

Gracias a la tesis doctoral de Wayne Payne, se empezó a utilizar el término “inteligencia emocional” (hablaba sobre como algunas personas eran mejores que otras en cosas como identificar sus sentimientos, identificar los sentimientos de otros y resolver problemas que involucran temas emocionales). Aunque quien popularizó el término y le dio autentica relevancia fue el periodista y psicólogo Daniel Goleman (el gran poder que las emociones tienen sobre lo que somos, lo que hacemos y en cómo nos relacionamos).

Nuestro vocabulario se llena de conceptos como, empatía, asertividad, resiliencia, creencias limitantes, que no es que antes no estuvieran es que las llamabas de otro modo.

Hablamos de nuestra capacidad (o la falta de ella) para dirigirnos con efectividad a los demás y muy importante, a nosotros mismos, de conectar con nuestras emociones, de gestionarlas, de auto-motivarnos, de vencer las frustraciones…

Que ahora si enfermas sabes que es muy probablemente porque estás somatizando, y se los dices a tu familia que te mira con cara rara “me estáis haciendo somatizar a disgustos, na más os digo”.

Y lo que ya no te queda muy claro es si ir al médico por un jarabe o a la librería por un libro de autoayuda.

Pero tú has decidido que quieres crecer, por dentro por fuera o por ambos lados si es necesario. Así que te has apuntado a biodanza, a grafoterapia, musicoterapia y una clases de meditación porque está claro que lo de quedarse dormida es muy “aquí y ahora” pero de concentración entre poco y nada.

Que es que ya ni las películas las ves con los mismos ojos, que llega una escena y le dices a tu churri “¿ves?, aquí es donde deja de lado la autocomplaciencia y se enfrenta a sus miedos, gestionando sus emociones y buscando un cambio de creencias adecuados a sus valores; coherencia cariño, eso es lo que busca en sus vida”.

Y lo jorobado del asunto es que sabes que no hay marcha atrás, que te has puesto a crecer, y es como los niños, las tallas te van quedando pequeñas por meses.

Que no, la vida ya no la vives igual, ni la sientes igual, ni la interpretas igual. Que estás disfrutando del camino, del proceso y de cada nuevo descubrimiento.

Que al final vivir en la consciencia merece más la pena, que perdernos por los laberintos del “no querer saber”.

Y que eso también significa que nadie más que tu debe decidir si quiere salir o entrar de su zona de confort, si está preparado para enfrentarse a sus miedos o a un cambio de paradigmas.

Que el conocimiento es poder y ese reside en tus manos. No dejes que nadie marque tu ritmo. Que tu mente y tu corazón acompasen tus pisadas.

Que si el camino es tuyo te permitas disfrutarlo.

El gran Papel de tu vida

Decidiste un día que no eras suficiente tal como “eras”. Que quizás necesitabas ser “otro”. Que igual iban a tener razón esos que decían que eras demasiado impulsivo, o demasiado parado, excesivamente tímido, o un descarado.

Que “así” nunca llegarías a nada, que “mira a ese o al otro lo bien que lo hacen”.

Y te pusiste manos a la obra, limaste los bordes hasta redondearlos, cambiaste el color de tus paredes, pusiste diques de contención altos muy altos, para mantener oculta tu esencia. Dijiste que no a todos tus sies.

Dejaste de mirarte a los ojos para no tener que reconocerte, dejaste de intentar que te entendieran para adaptarte. Dejaste de creer en ti, de sentir que eras completo. Que no necesitabas nada, que estabas bien. Y dejaste de amarte.

Dejaste…, dejaste…, dejaste tanto, que dejaste de ser tú, te volviste trasparente, y en ese instante empezaste a ser otro, más fuerte, más valiente, más feroz o más dulce, más callado o más enérgico. Te fuiste “construyendo” atento a la mirada de los otros, a sus reacciones.

Lo niegas o incluso lo ignoras, es más, es posible incluso que lo hayas olvidado de tanto fingir. Aseguras que te amas, que esta versión es mucho mejor, que te gustas, que todo está perfecto.

Porque pertenecer al grupo, a nuestro clan, es uno de los valores más importantes para el individuo. Sentirnos aceptados, formar parte de algo más grande que nosotros mismos, da sentido a la existencia.

Queremos, necesitamos, gustar a todo el mundo (nuestro mundo) y olvidamos que al primero que tenemos que gustar es a nosotros mismos.

En algún momento alguien nos hizo creer que había algo defectuoso en nosotros y ese fue el principio de la metamorfosis.

Sabemos que en distintos entornos y con distinta gente cumplimos diferentes roles. Pero es algo más profundo, más íntimo, más imperceptible.

Es ese traje a medida que hemos fabricado con los retales de aquello que les sobra a otros y que pensamos que nos puede quedan bien a nosotros. No es ese intento de modificar para crecer, es ese intento de aparentar ser otra persona para encajar.

No pretendes engañar, ni fingir, es suponer que esa versión es mejor que la realidad.

Y cuando nos damos cuenta estamos atrapados en ese papel estelar del que nos sentimos incapaces de deshacernos. Así como sucede con esos actores que acaban devorados por “el protagonista” que les llevó al gran éxito cinematográfico.

De tanto repetirlo te lo has acabado por creer. De tanto usarlo se ha adaptado a ti y ya ni te aprieta. De tanto necesitarlo te da pánico quitártelo.

Te has presentado tantas veces ya con él que no te imaginas que podrías decir de ti mismo si desapareciera.

La pura verdad es que ya no sabes ni quien eres y te aterroriza intentar averiguarlo.

Tan solo la idea de defraudar, de que dejen de quererte, de admirarte o de temerte te paraliza hasta la respiración.

Sin embargo tampoco eres feliz en él. No puedes darte de forma incondicional, no te permite expresarte tal y como te gustaría hacerlo, en el fondo y en la forma no te permite ser tú.

Así que vives en ese perpetuo estado de insatisfacción, que ya empieza a pesar.

Y pesa y mucho, pero también pesa el miedo, el no saber hacer, los “edificios” que has creado dentro de ese otro yo y que temes se volatilicen si te sales del guión.

Porque esa es otra, todo papel conlleva un guión, unos escenarios, unos actores, una historia que contar. Y ya no sabes si es real o no.

Volver a confiar en ti, volver a dejarte “sentir”, se te presenta como una ardua tarea. Desconfías del resultado.

En ocasiones rendirnos nos parece la opción más adecuada, porque no sabemos qué camino tomar. Tenemos miedo a adentrarnos en el bosque y nunca más encontrar la salida. Sin darnos cuenta que ese tenebroso bosque lo hemos creado nosotros mismos.

En él están plantadas todas nuestras inseguridades, nuestras peores pesadillas, nuestra falta de confianza, las oportunidades perdidas y las que no fueron tanto.

En realidad ni es tan grande ni tan frondoso ni tan oscuro, pero no lo sabemos porque nunca nos hemos atrevido a internarnos.

Lánzate, atrévete a sentir, a hacer, a ser, deja de dudar de ti mismo. No te tomes ni el tiempo ni la molestia en compararte con los demás ¿No te lo ha dicho nadie? ¿Aún no lo sabes? Eres único.

No te quedes con la duda, pero no trates de buscar respuestas para todo. Es agotador, y además de frustrante es inútil, porque no siempre las vas a hallar y en ocasiones el que las tenga no las va a querer compartir contigo.

No te ajustes ni te limites a los pensamientos de los demás. Deja brotar los tuyos. Dales alas y permíteles volar, no importa el tamaño que tengan serán igualmente perfectos para ti.

Permite marchar a aquellos que nunca te correspondieron, lucha con fuerza por los que te hacen vibrar más alto. No busques más respuestas en tu pasado ni te agarres a un futuro que aún no existe y vive intensamente tu presente, el tuyo, el que te pertenece, el que ansías.

Deja de arrepentirte por todo, deja de excusarte en cualquiera, suelta las costuras y libérate.

Deseamos ser perfectos, para nuestros padres, nuestros hijos, nuestra pareja, nuestros amigos, para todo el mundo. Y en el camino, de tanto esforzarnos en esa búsqueda incesante, nos hemos olvidado la naturalidad, le esencia misma de nuestro SER perfectamente imperfecto.

Y llega un momento que ya no sabes cómo dar marcha atrás, que te asusta perder. Y vas a perder, es cierto, ten en cuenta que vas a perder.

Vas a perder sueños ajenos, vidas extrañas, gente que en realidad no te quiere tal como eres, que lo que les gusta de ti es eso que ven. Vas a perder responsabilidades adquiridas para otros, vas a perder esa extraña sensación de continuo vacío.

Y por ende vas a ganar libertad, poder perseguir tus propios sueños, y vas a ganar amor, porque aquellos que se queden a tu lado lo harán por lo mismo por lo que se deben hacer todas las cosas, por autentico amor.

Porque sea cual sea el motivo por el que un día decidimos interpretar el gran papel estelar de nuestra vida, al final nos damos cuenta que no merece el sacrificio.

Que de la misma manera que amamos a los demás esperando de ellos su “yo” más auténtico, así mismo debemos reunir el valor para mostrarnos tan genuinos como somos.

Que cambiar y mejorar es necesario, y es lógico pero desde la sinceridad de ser nosotros en esencia.

Ninguna vida debería ser vivida desde el miedo al rechazo, desde la creencia de no ser adecuados.

Quizás no lo seamos para esa persona en concreto, para una parte de nuestro entorno, pero somos más que adecuados, convenientes y apropiados para muchísima gente que nos estamos y que nos están perdiendo.

No dudes más de ti, no te consientas perder ni un segundo más. Quítate ese traje absurdo que no es para ti, y ponte cómoda en tu propia vida.

Nuestros valores, nuestra coherencia, nos da seguridad, nos ayuda a enfrentar las batallas. Si la olvidamos en un rincón, si renegamos de ella en pos de algo supuestamente mejor, nos engañamos y nos hacemos daño.

Cualquier triunfo obtenido nos sabrá amargo, porque no nace del lugar donde deberían gestarse las victorias. Aquellos sueños que no son nuestros siempre saben a poco.

Ha llegado el momento de volver a coger las riendas y decidir la dirección a seguir, marcarnos un ritmo adecuado a nuestros pasos, parar en los repechos para volver a llenar de aire los pulmones y disfrutar del viaje.

Puede ser que el miedo sea nuestro primer compañero en este nuevo viaje, bien pues, mirémosle de frente y con respeto, y empecemos a caminar, con tiempo veremos que otros se animan a caminar con nosotros; la ilusión, la pasión, la paz metal, el equilibrio emocional.

Que lo único imprescindible era dar el primer paso. En realidad el más difícil, ese “maldito primer paso” que nos aterroriza.

Nadie más que tú puede escribir la historia de su vida. Esa en la que eres el protagonista. Hazla tan intensa e interesante como te apetezca.

 

Tu sonrisa vale un mundo

Admiro profundamente, con absoluta reverencia a esas personas que se levantan cada día, se ponen una sonrisa en la cara, mientras calientan un café, suspiran profundamente, como dándose una palmada afectuosa, o un abrazo de ánimo y se lanzan al mundo.

Y se lanzan porque deben, porque quieren o porque no les queda otro remedio, pero emplean la sonrisa como bandera y el buen humor como argumento.

Tienen malos días, noches de insomnio y en ocasiones un mar de llanto a puntito de brotar, a veces tienen días para nada y noches para nadie. Pero no hacen de ese dolor una bandera blanca, ni un paso franco de aduanas, sin más motivo que su existencia como eximente.

Si prestáramos un poco de atención seriamos capaces de “verlos” están a nuestro alrededor pero no pretenden llamar la atención, no levantan la voz, ni van gritándole al mundo lo maravillosos que son.

Es la vecina que saludamos cada mañana en el ascensor, o el panadero al que compramos cada día la barra de pan, o la dependienta de esa tienda donde nos gusta entrar a mirar.

Es esa anciana que te sonríe en la cola del supermercado y te dice con voz dulce, “pasa tu nenina que tendrás prisa, yo a los míos ya los tengo comidos” y sabes que es una ironía porque seguramente hace ya mucho que come sola cada día.

Presiento a esa gente cada mañana cuando reniego de los dioses porque he pasado una mala noche o porque está lloviendo y no me apetece salir de la cama.

Y sé que el mundo es un poco mejor de lo que a veces aparenta porque esa gente existe.

Hay millones por el mundo, sí de verdad que sí, lo que pasa que no lo parece, porque no se les ve. No salen en las noticias ni se dedican a “salvar el mundo”.

No consideran estar haciendo nada extraordinario y por eso pasan desapercibidos, pero son la llave para que la sociedad funcione.

Es la enfermera que te coge la mano fuerte y con amor cuando vas a entrar al quirófano y que se susurra “no llores cariño, todo va a ir bien, y cuando despiertes yo estaré aquí”.

Es el padre de familia que trabaja 14 horas al día para pagar las tasas y matriculas de unos estudios que deberían ser gratuitos. Y que aún llega a casa y se sienta a explicarles la lección a sus hijos.

Son esas personas capaces de cambiarte el día, con una sonrisa, un gesto amable o un comentario certero.

No van contando sus penas, no van explicando lo injusta que la vida ha sido con ellos. Y no porque les falten motivos, es que los luchadores están hechos de otra pasta.

Y yo que empatizo hasta con las figuras de plastilina, me vuelvo hielo con los victimistas.

Lo digo aquí públicamente y con los pocos reparos que mi edad me consiente. No me gustan, no los aguanto cerca, me producen desasosiego “las victimas perpetuas”.

Sentirte victima supone echar balones fuera, buscar culpables y no reconocer tu parte de responsabilidad en aquello que sucedió.

Existen distintos tipos de “profesionales del victimismo” aquellos que culpan a su entorno y a su infancia y aquellos que consideran que no se lo merecen.

Me gustaría que se me entendiera sin necesidad de aclararlo, pero por si acaso, allá voy. No me estoy refiriendo a auténticas víctimas, de situaciones violentas y traumáticas. Esas personas tienen el mayor de mis respetos, de mi consideración y de mi ayuda si es que en algo les puedo ayudar.

Me  estoy refiriendo a esas personas cuyo ego descontrolado, les hace creerse merecedores de todos los bienes y dones por el simple hecho de ser ellos y por encima de los demás si es necesario.

Rosetta Forner, que tengo que decir que no es precisamente de las profesionales del coaching que más me gustan, escribió sin embargo una frase en uno de sus libros que para mí, supuso mucho, venía a decir algo así como que si con más de 25 años sigues culpando a tus padres de todos tus fracasos tiene un gran problema.

El complejo de victima busca atraer la conmiseración y la atención permanente sobre la persona.

Justificar las actitudes en base a unas circunstancias tales como que se ha sufrido una dura enfermedad, o alguien muy amado y cercano y  que no es justo porque no lo merece; es manifestar al mundo que los demás si lo merecen quizás.

No hay nada de justo en una enfermedad, no hay gente que la merezca más que otra. No hay un filtro de “gente buena” y “gente mala”. Así que hacer de ello una excusa para todo es menospreciar al resto de enfermos y a su entorno.

Todos hemos sufrido una pérdida irreparable, tenemos un enfermo o hemos padecido una grave enfermedad en carnes propias.

A todos nos han roto el corazón en una o en varias ocasiones. Llevamos heridas más o menos visibles que nos provocó un amor equivocado.

Todos hemos sufrido de soledad o incomprensión. Hemos llorado de rabia, hemos hipado de miedo, y nos hemos arropado en busca de un cobijo no hallado.

A todos nos han rechazado de un trabajo o despedido injustamente. O lo hemos sufrido en nuestro entorno íntimo.

Todos hemos sido quizás en algún momento ignorados por personas y lugares que creíamos pertenecer.

Todos nos hemos perdido en algún instante del camino y nos hemos reencontrado en donde menos esperábamos.

Todos hemos perdido muchas batallas tantas como las que hemos ganado.

Nos suceden tantas cosas a diario que creemos que únicamente nos pasan a nosotros y no es cierto; es la percepción de la individualidad que nos hace no mirar, no fijar la mirada a nuestro alrededor y percatarnos que lo que nos sucede a nosotros no es diferente a lo que le sucede al resto de la gente.

La diferencia está en la actitud con la que nos enfrentamos a esas situaciones.

Nos pasamos el día leyendo, escribiendo y hablando de lo mucho que nos merecemos esto y lo otro y lo de más allá también, llegado el caso. Y sí, es cierto, ¿porque no lo vamos a merecer?.

Pero ese merecimiento no va en detrimento del merecimiento de los demás, no es un “quítate tú pa ponerme yo”.

Ni es algo otorgado como si de un don divino se tratara. Los merecimientos se trabajan y se ganan cada día. Con esfuerzo, con tesón, con generosidad. Al menos así debería ser escrita la historia.

Llorar y gritar a los cuatros vientos lo desgraciado que eres es un desahogo muy recomendable. Pero es eso, un desahogo, una necesidad de compartir, una búsqueda de empatía y afecto en nuestro entorno.

Convertirlo en un “modus viviendi”, indica problemas en quien lo hace y resulta además peligroso, porque la gente que acaba atrayendo son depredadores que se alimentan del dolor ajeno y del duelo mal elaborado.

El modo víctima es muy cómodo, no digo que sea agradable porque implica vivir en la queja continua, o lo que es peor en el resentimiento perpetuo.

Pero es cómodo porque justifica la inacción, “nada puedo hacer para solucionar esto” y justifica también el egoísmo más recalcitrante, “me lo merezco todo porque fui víctima de una injusticia del universo”.

El entorno que se crea alrededor de un perpetuo victimista, es como mínimo curioso, suelen ser personajes que negándose a vivir su propia vida y no reconociéndose merecedores del rol de víctima, se nutren de las desgracias ajenas (reales o ficticias). Alimentan con su verborrea y sus ánimos a aquel, intentando mantener el mayor tiempo posible el estatus quo sobrevenido.

Somos poseedores de múltiples dones, capaces de la más grandes hazañas, venimos a este mundo a dar y recibir lo mejor que tenemos.

Pero luchar cada día implica valor, salir al mundo con una sonrisa como mejor vestido no es sencillo.

Asumir que lo que hay es lo que tenemos pero que en ocasiones las cosas se pueden mejorar, no resulta fácil, de hecho es duro y más cuando te toca aceptar que hay cosas que nunca vas a poder cambiar. Que hay batallas que van a acompañarte el resto de tu vida.

Que hay veces que en el reparto de cartas nos han tocado las peores y con esas tenemos que jugar. Y que no por ello tenemos que ser perdedores.

En ocasiones tendemos a olvidar que TODOS tenemos la capacidad para ser felices, amar y que nos amen.

Para ello tenemos la obligación de cuidar de nosotros mismos, de respetarnos y protegernos. Y eso pasa por entender que ser víctima es una circunstancia no una forma de vida.

Si te amas bien lucharás con todas tus fuerzas para salir de la situación que te ha colocado ahí.

Luchar implica no rendirse y ese el primer paso.

Y por eso admiro cada día más a esa gente que se viste cada mañana con su mejor sonrisa para los demás.

 

No me gustas y sé porqué

Es inevitable, nos ha pasado, nos pasa y nos seguirá pasando. Hay gente por la que sentimos una atracción inmediata y otras personas  que nos produce el mayor de los rechazos. Y todo esto sin un motivo aparente.

Acabamos de conocerlos, no ha dado tiempo casi a interactuar pero lo sabes, lo notas ahí en la boca del estómago. Algo te dice que esa persona va a ser alguien especial en tu vida o por el contrario sientes que no soportas ni tan siquiera su presencia.

Es que por molestar te molesta hasta su forma de respirar, intentas racionalizar el asunto y pensar “pero si no me ha hecho nada” “ni siquiera sé porque me pasa esto”.

Tanto aquellos a quienes amamos como aquellos por quienes sentimos rechazo, son espejos de nosotros.  Nos gusta contemplar en otros aquello que nos gusta en nosotros.

Y no solo nos gusta sino que lo expresamos abiertamente, “nos gusta la misma música, es extrovertido como yo, tenemos el mismo extraño sentido del humor, me gusta porque al igual que yo no soporta…. (Añádase al gusto de cada cual)

Sentimos rechazo hacia las personas que nos reflejan las características que negamos en nosotros. Si sentimos un fuerte rechazo hacia alguien (sin una razón clara y palpable que lo justifique), podemos estar seguros de que compartimos con esa persona características en común, características que no estamos dispuestos a aceptar. Si las aceptáramos, seamos sinceros no nos molestarían.

Es curioso porque no es tan fácil como pensar nos gustan nuestras virtudes (vamos a ir paso a paso, no nos metamos en definir si aquello que yo considero virtud lo es para ti también; digamos que utilizamos los parámetros básicos de lo que se considera virtud y defecto) y nos avergonzamos de nuestros defectos. En no pocas ocasiones abrazamos con orgullo estos últimos (“soy un vago redomado, que se le va hacer” decimos tan pichis).

Así que la cosa no va exactamente de eso, va de aquello que aceptamos o no de nosotros.

Porque es frecuente que cuando rechazamos una parte de nuestra forma de ser intentemos ignorarla, mantenerla oculta, esconderla en el cajón de las cosas inconfesables.

Todos somos espejos de los demás, debemos aprender a vernos y a aceptar ese reflejo y también a ser conscientes de que nosotros también reflejamos a los demás.

Todos somos parte de la misma consciencia universal, somos átomos de la misma materia. Somos fluidos de la misma energía. Cuando lo entendemos e identificamos esa conexión comenzamos a fluir.

Cuando reconocemos que podemos vernos en los demás, cada relación se convierte en una herramienta para evolucionar, crecer, luchar y modificar aquellas cosas que no nos hacen sentir bien con nosotros mismos y en realidad tampoco con los demás.

La coexistencia de valores opuestos es la esencia misma del Universo. No podemos ser luz sin derramar sombras a nuestro paso. No podemos llegar a ser sinceros sin haber conocido la mentira. No puedes ser bueno si no tienes en ti la capacidad de ser malvado.

Nos pasamos gran parte de nuestras vidas negando este lado oscuro y terminamos proyectando esas características oscuras, aquello que no queremos ver en nosotros, en quienes nos rodean.

Podemos enfadarnos, rechazar, o ignorar lo que sabemos o podemos entender e incluso celebrar que el encuentro con esa persona que no nos agrada es una oportunidad para aceptar la paradoja de la coexistencia de los opuestos;  y fundamentalmente descubrir que facetas o aspectos de nosotros, no nos gustan.

Todas las personas que aparecen en nuestra vida lo hacen por un motivo. De todas tenemos algo que aprender, lo más probable es que también tengamos mucho que enseñarle.

Somos seres en constante evolución, sí, todos, esa persona que te viene a la cabeza también, incluso aunque se niegue. La vida nos va llevando, y nos presenta lecciones de continuo.

“Quien no aprende de sus errores está condenado a repetirlos”. Confucio

Si nos quedamos en la superficie, si no queremos buscar los verdaderos motivos por los cuales esa persona nos repele; sin lugar a dudas nos iremos encontrando a otras por el camino.

El conocimiento interior es una ardua tarea y además desagradable. Porque conocernos supone “reconocer” en nosotros la existencia de cosas que no nos gustan.

Para ser justos no siempre sabemos el motivo por el que sentimos atracción o rechazo. En ocasiones sentimos una atracción “fatal” por personas y sin embargo  algo muy dentro nos dice bajito al oído que no, que tal vez no sea bueno…

Donde estamos, lo que estamos viviendo, y con quien estamos es lo que necesitamos en este momento para seguir creciendo.

El viaje al centro de uno mismo es casi un salto de fe, es el arrojo para llegar a donde no hemos llegado aún;  bien por falta de valor o de conocimiento. Nace de la imperiosa necesidad de no quedarnos en el mismo patrón reconocido.

Nuestra realidad ha sido creada por cada una de las decisiones tomadas consciente e inconscientemente, por lo patrones no trabajados, por nuestra energía, por nuestros deseos, aquellos que reconocemos y esos que no nombramos.

Si entendemos que las personas, en concreto esas que tanto nos desagradan son grandes maestros ya estamos creciendo.

Tampoco es que ahora vayamos por la vida buscando gente que no nos guste y lo persigamos cual neuróticos.

 Se trata de pensar, de entender, de leer entre líneas que es “eso” que vemos en él (léase nosotros) que nos resquema tanto. Es casi como un trabajo de espeleología.  Necesitamos bajar a lo más profundo de nosotros mismos, allí donde la oscuridad habita y prender la luz.

Mirar con calma y también con amor, porque somos nosotros, el cuarto de los “objetos” guardados y ponernos a ordenarlo.

Es posible que descubramos cosas que ni siquiera sabíamos que estaban ahí, también que reencontremos algunas que hace tiempo guardamos con la esperanza de olvidar. Es posible incluso que veamos algunas con otros “ojos” con otra perspectiva.

Enfrentarnos a nuestro lado oscuro es también hacerlo al miedo, a la desconfianza a la falta de autoestima. Sabemos que existe, que está ahí pero mirarlo duele así que preferimos echar la vista hacia otro lado.

Pero también sabíamos que tarde o temprano tocaría hacer limpieza. Enfrentar aquello que no queremos ver de nosotros supone ponerle nombre y por lo tanto reconocerlo.

Muchos de nuestros fantasmas desaparecerán sólo con mirarlos de frente.

Para poder modificar una actitud, una creencia, una idea, primero debemos aceptar que la tenemos.

Llegado a este punto y con la lección aprendida, mira a ver como ves ahora a esa persona, pon la distancia que sea necesaria y dale las gracias.

También hay personas que por el simple hecho de estar cerca de nosotros nos hacen brillar con más fuerza. Nos hacen sentir, importantes, necesarios, alegres, divertidos y hasta cultos.

Cuando nos vemos reflejados en sus ojos vemos un montón de cualidades que ya estaban ahí pero que quizás no veíamos, no apreciábamos lo suficiente o creíamos que “carecían de valor”.

Todo lo que existe en el universo también existe en nosotros. Somos pequeños recipientes completos. No existe don que no tengamos, en ocasiones lo que necesitamos es alguien que nos lo muestre, que lo haga salir a la luz.

Existen personas luz, son esas que consiguen iluminar a todo aquel que se le acerca, que funcionan más que como un espejo como un gran caleidoscopio. Que nos muestran nuestra mejor versión. Que nos hacen ser mejores, desear ser mejores para vernos reflejados.

Al igual que esa personas llegan a nuestra vida debemos ser conscientes que nosotros llegamos también a la vida de los demás o bien para ser maestro o bien para ser luz.

Es inevitable que seamos ambos cosas, puede ser (de hecho estoy segura), que existan personas con una determinada querencia a ser maestros. Es probable también que en unas épocas nos sintamos más una cosa que otra. Sería bueno pararnos a reflexionar porque.

Los seres humanos funcionamos como una complicada tela de araña. Somos lo que damos y lo que recibimos, lo que mostramos y también lo que ocultamos. Lo que enseñamos y lo aprendido.

Nos pasamos la existencia intentando permanecer sobre un fino cable, cual funambulistas manteniendo un trabajoso equilibro.

Podemos pasarnos la vida de queja en queja por aquello que no llegó o que nos molesta su presencia o podemos agarrar la pértiga con fuerza y caminar con la vista al frente como un buen acróbata.

Seamos si es posible el mejor espejo que podamos, llevemos limpio el cristal, bruñidos los aceros. Llevemos la voluntad de dar aquello que tenemos y la humildad también de reconocer cuando somos maestros. Tratémonos con cariño y con respeto.

Permitámonos reflejar la luz que recibimos.

 

El precio por soñar

Tus decisiones, la vida que llevas, lo que haces y los que dejas de hacer. Todo tiene un precio. La pregunta no es si estás dispuesto a pagar, porque la vida te lo va a cobrar sí o sí.

La pregunta es si te merece la pena ese pago.

Cada decisión tomada supone una renuncia, cada camino escogido otro que  hemos dejado por descubrir.

En algunas ocasiones somos muy conscientes de ello y en otras nos pasa desapercibido. Así ha de ser por otro lado. La presión sería insoportable si a cada pequeña decisión, a cada gesto cotidiano le diéramos una y mil vueltas.

Cuando meditamos sobre las cosas que nos suceden, el lugar que ocupan; el “sitio” en el que estamos; en realidad estamos valorando el precio pagado.

En algunas ocasiones la situación no es como esperábamos pero el precio abonado no nos resulta gravoso así que bueno, lo asumimos. Es posible que incluso le veamos “el lado bueno” (no es lo que esperaba estar haciendo en este momento de mi vida pero no me quejo; si lo pienso bien podría estar mucho peor; y un millón de pensamientos más o menos por el estilo).

Pero ¡ay de nosotros! en aquellas ocasiones en las que asumimos un precio demasiado costoso y no obtenemos a cambio lo esperado.

Jugamos constantemente a hacer encajes  de bolillo, y cuando digo jugar quiere decir vivir. Nadie nos ha dado libro de instrucciones por lo que improvisamos de continuo. Y vamos como pollo sin cabeza dando tumbos más o menos acertados.

La mayoría de las frustraciones que tenemos, de las penas que arrastramos o de la rabia que nos domina, viene en realidad de la sensación de pérdida  que nos produce haber pagado un precio demasiado caro.

Porque lo cierto es que no es cuestión de lo que das o de lo que renuncias, sino de lo que esperas obtener a cambio de eso.

Cuando no obtienes lo que buscas o lo que esperas, la frustración es lógica y entendible. Pero ¿qué sucede cuando obtienes lo que buscas y no te sientes feliz y satisfecho?

La cosa se complica. Nadie lo entiende ni siquiera nosotros. ¿Qué hacer entonces?

Sí, ya nos habían dicho que vivir no era fácil, que los sueños se persiguen hasta conseguirlos, que nada viene regalado y que merece la pena. Y vamos y lo hacemos, tomamos decisiones, perseguimos sueños, proyectos y objetivos y llegado el caso (si es menester) arriesgamos.

Y nos la jugamos a todo o nada, sudamos la camiseta, nos lanzamos al fragor de mil batallas y pagamos lo pactado. Ahora tenemos nuestro sueño en las manos, lo miramos, lo admiramos, le ponemos nombre y lo mecemos cuidadosamente.

Y en ese momentos nos damos cuenta que la satisfacción por lo logrado no compensa el precio a pagar. (También sucede lo contrario que todo sea maravilloso pero eso ya está muy contado, no es de eso de lo que quiero hablar)

Porque ya está bien de hablar siempre de ganar, porque no siempre se gana, no, incluso cuando se gana a veces se pierde. Y hay derrotas que suponen el peso de toda una vida.

Porque nos han enseñado a ganar pero no a perder. A buscar el triunfo pero no a entender la derrota. Porque ya está bien de hablar siempre de ganadores, porque a los perdedores les ignoramos, nos damos la vuelta y miramos para otro lado. Hacemos ver que se han equivocado, o que no le han puesto el interés necesario, el valor adecuado. O lo que es peor que ni siquiera han sabido escoger su sueño.

¿Es que acaso uno puede escoger su sueño? ¿Podemos escoger aquello que tal como un don se nos ha concedido?

La maldición del eterno fracasado.

¿Qué sucede si eso que te mueve por dentro, eso que te corta la respiración sólo de imaginarlo, llegado el momento no te da aquello que esperabas?

Sabemos que la medida del éxito o el fracaso es relativa. Que lo que para unos es inadmisible para otros puede ser el paraíso. Pero al final, al hacer balance anual, al hacer arqueo, lo que más nos pesa es aquello que dejamos atrás en pos de un sueño.

Oscar Wilde decía “Cuidado con lo que deseas, se puede convertir en realidad.”

Y es cierto, porque en realidad hasta que no tenemos delante ese sueño, esa promesa idealizada, es más hasta que no la hemos “usado” hasta que no nos hemos hecho a ella no sabemos si mereció la pena.

Así que ya lo digo por si no ha quedado claro, soñar es peligroso, soñar es arriesgado, es de una gran inconsciencia. Es de locos.

Porque los sueños si se no se manejan como “material peligroso”. Si nos empeñamos en darles forma, en dibujarlos, en ponerles nombre, en dedicarles horas y esfuerzo resulta que pueden alcanzarse.

¿Estamos preparados entonces para lo que se nos viene? ¿Son los resultados merecedores del todo lo “invertido”?

Vivimos a golpes de sueños, de proyectos y de esperanzas. Intentando conseguir que “el debe” y “el haber” vital nos cuadre.

Y en ocasiones el coste nos resulta excesivo, nos oprime más que la búsqueda del propio sueño. Renunciar después de lo invertido se convierte dependiendo del momento y de la situación en una decisión de “no retorno”.

Porque nada nos resulta más caro que las deudas emocionales. Aquellas que adquirimos al tomar tal o cual decisión y en la que involucramos a nuestro entorno. Incluso si no hay más implicados que nosotros mismos; generamos una deuda de honor cuyo pago siempre resulta muy costoso.

Nos han convencido que los sueños son para siempre, que no hay vuelta atrás. Que ahora vas y te aguantas.

 Y nos lo hemos creído, porque en el fondo somos muy “bien mandaos” y más ingenuos de lo que parecemos.

Y vemos, o vivimos en nuestras propias carnes, la angustia y la aceptación de un destino al que en su momento juramos amor eterno pero del que ahora ya no estamos enamorados.

Porque los sueños se nutren de amor, de una amor inmenso que nos vuelve valientes y aguerridos. Y cuando ese amor se pierde, el sueño se convierte en una cárcel.

Algunos se quedan para siempre en “el limbo de los sueños frustrados” enganchados, atrapados en mil y una excusas.

Otros en cambio convierten el “buscar una salida” en un nuevo sueño.

Porque aunque nos hayan intentado convencer de lo contrario no hay límite de edad para soñar, no hay límite de sueños y ni siquiera hay límite de precio.

Que no importa si nos hemos equivocado de sueño una o mil veces. Que no hay más cupo que aquel que nosotros mismos nos impongamos.

Y ¿Qué sabéis que os digo? Que no fue un error, fue un maravilloso intento. Que valió, que sirvió. Que estuvo bien mientras duró.

Nos ha llevado a los que somos, nos ha enseñado, nos ha dado experiencia vital.

Convertir los sueños en realidad no es gratis, pero el precio debemos ponerlo nosotros. Nosotros somos los artífices y también los porteadores.

Sueña hasta que te canses, persigue tus sueños y hazlos realidad y si al final te das cuenta de que ya nos los miras con amor, de que te pesan más que otra cosa, despídete de ellos sin remordimientos.

 

“Para aquellos que se atreven a soñar, hay un mundo entero para ganar”. Dhirubhai Ambani.

Mi casa eres tú

 

Y una mañana te despiertas y antes incluso de abrir los ojos, en ese instante en que la vigilia sustituye al sueño te das cuenta que ya no tiene cabida en tu vida. Que hace ya tiempo que lo sabes pero que duele y que no lo querías reconocer.

Que las ausencias ya son buscadas, que ya ni siquiera intentáis crear excusas, que ya es más lo que resta que lo que suma. Que no nos engañemos “no hay más cera que la que arde”.

Tenemos tendencia a creer que debemos conservar a todas las personas que pasan por nuestra vida. Sin darnos cuenta que no es así, que no sólo no es necesario sino que además es perjudicial.

Es importante recordarnos a veces que nuestra vida es nuestra (aunque parezca una obviedad) y que en ella deben tener cabida únicamente aquellos que desees a tu lado. Aquellos que te ayudan a crecer, a ser más tú. O que te arrullan cuando necesites cerrar los ojos. Los que comparten contigo penas y alegrías.

No, no significa que tengan siempre que estar permanentemente en guardia para tus necesidades. Todos somos únicos, aportamos y necesitamos cosas distintas. Eso es lo maravilloso, poder dar y recibir, amor, compañía, un pescozón si es necesario, risas o sabios consejos, tantas y tantas cosas diferentes.

Lo que pasa es que en ocasiones no somos capaces de valorar si lo que nos dan es más de lo que nos restan. Si las ausencias son compensadas con las presencias. Si sientes que merece la pena compartir una parte de tu vida con esa persona.

Llegado ese punto uno quizás se daba plantear si la ausencia dolería más que mantenerla en tu vida. Si la respuesta es que no, toca marchar o dejar marchar según sea el caso. Y fundamentalmente toca pensar que ya no sois las mismas personas, que habéis cambiado, que en su momento estuvo bien que tenía sentido, que os ayudasteis, que os quisisteis pero que ese tiempo ya pasó.

Toca dar las gracias, a la persona, a la vida y al Universo por haberla puesto en tu camino, mantener en la memoria lo bueno compartido y seguir el viaje.

Nuestro entorno es como nuestro hogar, y al igual que pasa con las casas que las vamos adaptando a nuestras necesidades así sucede con la gente que nos acompaña en la vida.

Y aquí vamos a hilar fino, hay entornos impuestos y otros escogidos. Nuestro primer entorno es impuesto, es así, nos puede gustar la cual es una magnifica suerte o no y ahí pues la cosa pinta peor, pero lo cierto es que “la familia viene puesta de serie”.

Es posible que eso explique mucho sobre los apegos y los sentimientos de culpabilidad.

Nacemos en un entorno que no hemos escogido y que puede encajar o no con nosotros, en ese entorno sentimos nuestros primeros afectos y también los desafectos. Según vamos creciendo y ensanchando nuestro mundo vamos haciendo también más grande ese entorno.

Nuestros recuerdos de infancia además de con la familia están repletos de historias y anécdotas con amigos, del barrio, del pueblo o del colegio. Y es ahí también cuando empezamos a sufrir las primeras desilusiones y las primeras ausencias.

Mi primera “más mejor amiga” se llamaba Covadonga era nacida en México, y por algún motivo sus padres la enviaron a vivir con la abuela. Recuerdo perfectamente estar sentadas juntas en el autobús escolar escuchándola cantarme “las mañanitas” que a ella le cantaba su padre, teníamos 6 años y todo lo que Covadonga me contaba era fascinante para mí.  Vivíamos muy cerca así que muchas tardes su abuela y la mía nos llevaban juntas al parque o a merendar. Nos juramos ser amigas para siempre, compartir todos nuestros secretos y viajar juntas por el mundo.

Así vivimos nuestro primer año de colegio. Y al curso siguiente Covadonga ya no estaba, nadie se molestó en dar demasiadas explicaciones a una mocosa, no sé si volvió con sus padres, supongo que sí. Pero me rompió el corazón. Fue la primera lección de vida luego vendrían otras.

Lo cierto es que mientras somos más o menos pequeños tenemos poco margen de maniobra, nuestros primos son los que son y nuestros compañeros de colegio también. Y con ellos vamos aprendiendo que nuestro entorno nos acompaña, nos protege, nos ayuda, nos enfada en ocasiones y que también nos demanda tiempo, atención y afectos.

En esos años y en los siguientes aún estamos aprendiendo a manejarnos, nos enfadamos y nos amigamos con la misma rapidez. Exigimos lo mismo a todos sin percatarnos que cada uno nos aporta cosas diferentes. Que nosotros mismos no les brindamos la misma atención a cada uno de ellos.

En esos años tendemos a creer que cantidad es mejor a calidad.

Que ser los más populares nos garantiza amistad de la buena, y acumulamos amigos como camisetas de verano (que parece que nunca hay suficientes). Ni siquiera voy a mencionar RRSS, ni followers,  ni mundos 2.0 (ni vainas de esas) hablo del “simple y llano” mundo de a pie.

Es con el tiempo que uno empieza a darse cuenta como dice Juanes en una canción “que pesan más los daños que los propios años”.

Y es que todos hemos sufrido por amistad, en algún momento de nuestra vida todos hemos perdido a esa “persona especial” porque la amistad es la representación más pura del amor.

La amistad se entrega únicamente por amor (vamos a ver hablo de la auténtica amistad, lo demás es otra cosa pero no es amistad) sin esperar ninguna compensación, más allá de la compañía.

Antes decía que nuestro entorno es como nuestro hogar y creo que es una buena metáfora (yo es que soy muy fan de las metáforas, apañan mucho las explicaciones y me permiten jugar con las palabras y crear historias).

El caso es que en gustos sobre hogares hay muchos tipos. Están aquellos que prefieren las casas pequeñas y recogidas, los que les gustan las casas amplias y con un gran jardín, los que quieren vivir cerca de otras casas y los que aman vivir en una cabaña solitaria en medio de un bosque.

Hay personas que constantemente organizan fiestas y aquellas para quien su hogar es un santuario. Aquellas que no tienen inconveniente en que te quedes a dormir tú y tus primos de Murcia y aquellos que cuando te invitan sabes que has entrado en un círculo muy íntimo.

Luego estamos los que nos encanta organizar fiestas en el jardín donde todo el mundo es bienvenido pero las puertas de la casa únicamente están entornadas. Quizás no nos importe enseñar el salón y la cocina pero es más difícil que enseñemos el resto de la casa.

Es fruto de la experiencia, de haber tenido abiertas todas las puertas de nuestro hogar a todo el mundo, y eso a la larga es más perjudicial que beneficioso. No hay lugar para quejas, para nada, todo lo que pasó fue por y para algo, está bien, así tenía que ser.

Organizar fiestas en casa es fantástico y es divertido, pero no necesariamente tenemos que invitar a todo el barrio. Una pequeña fiesta con unos cuantos amigos nos dejará seguramente un mejor sabor de boca.

La verdadera lección de vida es entender que ese entorno elegido, ese que está más cerca de nuestro corazón sea el que nos haga feliz. Sea el refugio de nuestras noches en vela, la cajita donde guardamos nuestros tesoros, “el lugar” donde tomamos dos copas (o cuatro si las penas lo requieren) donde reímos a carcajada limpia y donde nos desnudamos el alma y el cuerpo, sin miedo y sin vergüenza.

Y entender también que cada uno de los que forman ese entorno nos da una o varias de esas cosas. Que no todos están para todo, que nosotros tampoco tenemos que estar para todo, ni para todos todo el tiempo. Que unas veces seremos protagonistas, otras nos tocará ser comparsa y en otra ocasiones el “pipa” del concierto.

Que toda labor es importante, y que querer estar siempre y en cualquier situación es extenuante y frustrante. Demos lo que tenemos y podemos en cada momento, ahí reside el secreto.

Compartir la vida con la gente que amamos, esa es la “gran fiesta”. Disfrutemos de ella.

No es amar es sentir

Somos seres sintientes, y como tal no podemos entender la vida sin “sentirla”. En ocasiones lo intentamos, nos han dañado demasiado, tenemos miedo al sufrimiento, a perder libertad, a volver a equivocarnos, a hacernos demasiadas ilusiones…

Y nos esforzamos en ello, nos cubrimos de máscaras y de corazas, nos llenamos de excusas bien aprendidas, nos convencemos (o lo intentamos) a nosotros y a nuestro entorno. Nos refugiamos en trabajo, familia, vida social. No, no estoy hablando de vivir y disfrutar de todo esto, estoy hablando de refugiarnos, de esconder la cabeza y fundamentalmente el corazón.

Son tan cómodas, tan calentitas y seguras esas corazas, esas conchas en las que nos mantenemos. Las hemos construido a nuestra medida y en ella solamente entran aquellos que tienen permiso (pase VIP)

En ellas nos guarecemos de la lluvia que empaña los ojos doloridos, de las noches de insomnio extrañando alientos en la nuca, del vacío que dejan los brazos ausentes. De todo, de lo que duele y de lo que no.

Todo parece ir bien, todo está en su sitio nos decimos. Nuestra gente nos ve bien y nos lo hace saber, perfecto “sin amor no hay dolor” nos lo decimos y nos lo creemos.

Y no es mentira, al menos no es del todo mentira. Desde esta posición  “segura” vemos a gente a la queremos, sufrir, llorar, desgañitarse a gritos y también reír, abrazar, amar, disfrutar, perderse y encontrarse. Y algo dentro, muy muy dentro de nosotros, en algún lugar entre el ombligo y el pecho nos da una punzada.

No lo dices en voz alta, lo negarías ante un jurado pero la verdad es que una parte de ti añora sentir toda esa amalgama de sensaciones.

Cuando menos lo esperas, un día te sorprendes sonriéndole a alguien, mirándole a los ojos, a esos maravillosos ojitos (azules, verdes, marrones, da igual, te gustan) y empieza a ocupar tus pensamientos a todas horas. Te fascina su sonrisa pícara, esa forma suya tan graciosa de torcer el labio y esa manera de mirarte mientras hablas.

Vuelves a “sentir” emociones guardadas cuidadosamente en un cajón del armario. Te dices a ti mismo que esta vez sí, esta vez todo va a salir bien. Te vistes cuidadosamente de ilusiones, esperanzas e ideales románticos. Te cambia la sonrisa, la forma de andar, te sale la risa floja y los amaneceres son de nuevo soleados. ¡Qué demonios! Hasta la lluvia es fantástica.

Te quitas la coraza, esa tan cómoda, llena de bolas de tanto usar, estirada por los lados de intentar cubrirte lo más posible con ella.

Te “compras” un traje de baño nuevo, de esos que le sientan a uno como un guante y te lanzas a la piscina. Así sin instrucciones ni nada. Y oye el agua está fenomenal, fresquita y agradable y nadáis juntos unos cuantos largos, parece que lo disfrutáis. Y cuando cierras un momento los ojos para sentir el sol sobre tu piel, va y desaparece. Sale del agua sin despedirse casi, o lo hace con excusas (que sabes que lo son aunque te niegues a verlo) sobre que si tengo algo de frío, que se me ha hecho tarde, que luego si eso ya hablamos (Que no estoy preparado para una relación, vamos).

Y tú con cara de pez (por lo del agua y eso) no sabes si ahogarte de una maldita vez o salir dignamente de la piscina disimulando.

Pero sales claro, que remedio, con la poca dignidad que la sorpresa del fracaso te ha dejado. Recoges tu toalla, te vas a tu casa, te vuelves a poner tu coraza y a dios pones por testigo que jamás de los jamases volverás a caer en ese engaño llamado amor.

El problema es que ahora dentro de la coraza te acompaña el dolor, la angustia y la desesperación.

El no entender que pasó, por qué no te quiere si todo iba bien. Pero es que no iba bien, la culpa no es tuya tampoco suya, de hecho no hay culpables. Lo hemos dicho y lo hemos oído un millón de veces, no podemos hacer que nadie nos ame, que sienta por nosotros. Lo único que podemos hacer es pedir que no nos mientan. Los afectos no pueden mendigarse, el amor nace o no.

Pero es que es posible que no nos haya mentido, es posible que le apeteciera darse un baño con nosotros. Es muy posible que en ese momento sí que lo sintiera.

No intento pecar de ingenua, es verdad también que es muy posible que fuera consciente de nuestra necesidad de sentir, de nuestra vulnerabilidad y no tuviera reparos en utilizarla.

El caso es que fuera por el motivo que fuera ahí estamos de nuevo dentro de nuestra coraza acompañados de recuerdos confusos, de rabia incontenida, de desesperanza, de tantas cosas que no queda hueco para la soledad.

Curioso ¿verdad? No somos conscientes claro está. Hablamos a todo aquel que quiera escuchar, y en ocasiones al que no quiere también, de lo mal que nos sentimos, de lo mucho que lo extrañamos o del dolor que nos produce.

No estamos dispuestos a soltar esas emociones porque sinceramente desde hace mucho tiempo son las primeras que nos hacen “vivir” de nuevo.

Y te agarras a ese dolor como un clavo ardiendo y efectivamente arde pero incluso así te hace sentir vivo.

Porque de eso se trata de “sentir”. En no pocas ocasiones confundimos amar con sentir. Creemos que si no amamos que si no nos aman no podemos ser y estar plenos.

Buscamos incesantemente nuestra seguridad emocional como si en ella estuviera la garantía de la perpetua felicidad.

Creamos muros y fortalezas, ponemos mirillas para ver quien toca al timbre. Preferimos agarrarnos a esa emoción conocida y darle forma, acomodarla a nuestro hogar, antes que arriesgarnos a volver a equivocarnos. Y si abrimos las puertas y nos dañan volvemos a cerrarlas con la firme intención de no volver a dejar pasar a nadie.

Pero no todo el desamor es malo, el proceso del duelo afectivo es conocimiento. Podemos utilizar ese dolor para crecer y cambiar aquello que no nos gusta. La alternativa es no sentir, no arriesgar, no vivir.

 “La grandeza de una persona no está en acertar, sino en aceptar el reto de crecer”. Pablo Arribas

La vida es demasiado importante para perder la capacidad de asombro. Podemos quedarnos viéndola pasar desde la almena del castillo o podemos derrumbar las murallas y vivir miles de aventuras.

No arriesgarse es la mejor manera de no vivir.

Si no “juegas” si no te arriesgas y te quedas esperando que te lo cuenten puede ser que no pase nada y que te alegres de no haber ido.  Puede ser que las cosas no salgan bien o no todo lo bien que podría haber salido y te digas a ti mismo “¿ves? Aquí estás mucho mejor”.

Pero puede ser que te pierdas la mejor aventura de tu vida y entonces ¿qué te dirás? ¿Qué excusa te vas a inventar para justificarte?

Vivir es un riesgo desde el mismo instante en que nacemos. Sentir forma parte de la vida.  Las emociones, los sentimientos, las dudas, las convicciones, los aciertos y los errores nos conforman.

Renunciar a sentir significa renunciar a ser. Amar no implica no equivocarse

Amar nunca es un error. Quizás no es la persona adecuada, quizás no es el mejor momento, o quizás es el momento adecuado para que sea sí.

Nos cuesta entender y sobre todo aceptar que los amores, algunos amores tienen fecha de caducidad. Y no por ello son menos válidos, no por ellos deberían vivirse con menos intensidad.

Hay amores de corto recorrido que dejan en nosotros un recuerdo imborrable. Que llegan cuando tienen que llegar y nos dan aquello que necesitamos en ese momento.

De cualquier forma no podremos saber si es o no amor, si es de corto o largo recorrido, si nos va a ayudar a crecer o nos va a dar una lección de vida si no nos damos la oportunidad de vivirlo.

La vida se puede vivir de muchas maneras y  en nuestra mano está decidir cómo deseamos hacerlo. Eso significa que nadie más que tu tiene la última palabra.

No necesariamente tienes que correr desaforado en busca de aventuras sin sentido. No es imprescindible que te tires de todos los puentes que encuentres por el camino.

Que lo que no  hagas no sea por miedo a sentir.

Que vivas plenamente las aventuras que desees, que las punzadas en el vientre sean por “sentir” siempre por sentir. Que disfrutes de cada uno de ellas duren lo que duren.

Y no olvides que no estás obligado a terminar de “leer ningún libro”. Que si el que estás leyendo no te gusta puedes dejarlo a medias Y empezar otro cuando estés preparado.