Podríamos definir la vida como un sendero, una ruta turística. El mío, mi camino, tiene el mar, siempre el mar, a un lado y la montaña a otro.
Cada camino es diferente, tanto como somos nosotros por mucho que nos parezcamos.
Lo curioso entre otras muchas cosas, es que este camino no siempre es recto y despejado.
En ocasiones es sinuoso, serpenteante, llenos de baches, con cambios de rasantes y muchas subidas y bajadas.
Algunas veces en cambio el camino se ve muy despejado y uno sabe por dónde pisa. Y en otras por contra es tan frondoso que cuesta encontrarlo. En cualquier caso únicamente tenemos una cierta visibilidad del mismo. Nunca mucha y nunca demasiado tiempo.
Mi camino en agosto suele llevarme a la playa, a alguna playa del sur, pero este año decidió llevarme a urgencias varias veces.
Y yo que ya tengo una cierta edad y he pasado más veces de las que quisiera por quirófano le tengo (digamos discretamente) “cierta aprensión a hospitales, médicos y agujas fundamentalmente”.
Así que una de las veces que recalé en urgencias y ya no sabían que hacer para calmar el intenso dolor, me advirtieron “prepárate, vamos a pincharte en todas partes.”
Y ahí, sola, asustada y dolorida en aquella camilla, pensé “no quiero ser fuerte y valiente. Quiero ser pequeña y que me abracen.”
Y le dije a la enfermera (gracias Sheila por tu dulzura y tu calma) “tengo mucho miedo, así que voy a llorar aquí un rato bajito para no molestar.”
En realidad ya estaba llorando cuando terminé de pronunciar esas palabras.
Ella me miró con dulzura y me dijo “tranquila, tu llora todo lo que necesites, yo estoy aquí, lo único que te pido es que no te muevas mientras te pincho.”
Y me quedé muy quieta, llorando casi en silencio mientras me inyectaban una y otra vez.
Diré que fue muy poco tiempo el que lloré, lo justo para deshacer el nudo que me apretaba el estómago.
En el box de al lado había un anciano con entre otras muchas cosas que eran las que le habían llevado a urgencias, demencia senil.
Yo le oía a él y a su hijo, allí a su lado. Y sentía su desamparo y su confusión tanto como la mía.
Escuchaba a su hijo diciéndole “papá estoy aquí, tranquilo.” Sentía ese amor infinito circular por la sala. Y pensaba que al final el amor y la compañía siempre van de la mano.
Que ser siempre “el adulto” es una carga muy pesada. Que en ocasiones todos necesitamos ser “el niño” por un momento, al que amparan y miman.
Gestionar las llamadas “emociones negativas” no es nuestro fuerte. No queremos sentir miedo, pena, tristeza, dolor… así que procuramos evadirnos de ellas con todos los medios a nuestro alcance. Remedios y recetas que en muchas ocasiones terminan siendo parches o remiendos.
Y de esta forma con nuestro castillo de naipes nos lanzamos al mundo de nuevo, creyendo que una vez pasado ya no vuelves a caer en lo mismo.
Porque pasar por ellas, sentirlas, dejar que te acompañen parte del camino, aprender a gestionarlas e incluso a darles las gracias por la enseñanza aportada, se convierte en una dura, durísima travesía.
Pero tendemos a olvidar algo tan simple como que la vida son ciclos, montañas rusas o como queráis definirla. Que las circunstancias tienden a repetirse si no de una manera exacta si muy parecida. Y un día te encuentras en el mismo punto que creías haber dejado atrás hace tiempo.
A pesar de las apariencias todos tenemos una historia que contar. Nadie pasa ileso por la vida.
Como comenté más arriba no era mi primera vez “seria” en un hospital. Hace unos 23 años me operaron de urgencia a vida o muerte. No voy a decir que no sentí miedo porque claro que lo sentí, pero no si era la juventud, la rapidez de todo el proceso o mi seguridad interior; en ningún momento me plantee nada que no fuera que todo iba a salir fenomenal.
Hace poco más de dos años pasé otra situación parecida y tampoco tuve demasiadas dudas de que todo iría bien.
En esas circunstancias sentí que el miedo no era una opción, pero en esta ocasión sospechaba, percibía que mi suerte se había agotado. Que algo malo me iba a pasar.
La incertidumbre de no tener un diagnostico se convirtió en angustia, después llegó el miedo y por ultimo sentí como el pánico se apoderaba de todo mi ser, físico y emocional.
Una persona a quien quiero y respeto muchísimo me dijo un día de esos duros “bajar al infierno y salir de él te cambia por dentro, te cambia la vida, al menos a mí me la cambió sino no me habría decidido a hacer lo que hice, dejarlo todo por perseguir mi sueño.”
Lo cierto es que yo ya hacia un tiempo que no me sentía “auténticamente yo”. Era un pensamiento negativo por aquí, un momento de angustia por allí, un pequeño malestar constante sin un motivo aparente que lo pudiera justificar.
De hecho uno de los múltiples especialistas que he visitado en estos meses, me comentó que al no encontrar una causa física, palpable de lo que me estaba sucediendo, un golpe muy fuerte, un sobreesfuerzo casi de deportista de elite, lo único que se le ocurría era una somatización de estrés emocional.
Poco he podido hacer en estos meses de reposo y dolor constante, más que pensar. Darle vueltas a las conversaciones que tenía. Y me di cuenta de aquellas cosas que habían quedado sin resolver en el pasado. Entre ellas el “no duelo” por la pérdida de mi madre.
Las heridas a veces cicatrizan en falso. Parece que todo va bien, tienen un aspecto bastante aceptable y de repente un día te empieza a subir la fiebre y resulta que “la cosa” no iba tan bien ahí dentro como parecía por fuera.
Con las heridas emocionales pasa exactamente lo mismo igual incluso con más frecuencia que con las físicas.
Te encuentras en un mal momento, dolor, ansiedad, soledad, tristeza, culpa, desconsuelo, incomprensión (la lista es muy larga).
Un día parece que vez algo de luz y te lanzas como loco sin darle más vueltas al asunto. O “simplemente” lo aparcas en algún rincón del inconsciente. Porque nos da miedo enfrentarnos a ellas. Porque nos han enseñado a ocultarlas, a no hablar de ellas, a no buscar ayuda. Nos han dicho que únicamente las personas débiles necesitan ayuda y claro nosotros no, nosotros somos fuertes.
Y ese lastre, esa mochila con la que estamos cargando nos va desgastando, debilitando. Y un día tu cuerpo se enfada y se enferma porque ya no puede más. Sí, así de simple y así de complejo, ya no puede fingir por más tiempo que todo va bien. Que no hay dolores que sanar y cuentas que arreglar.
Tenemos que aprender a hacernos conscientes y no reprimir nuestras emociones. Aceptarlas y trabajar con ellas para solucionarlas. Sentir y entender que quizás deban acompañarnos un tiempo. Canalizarlas correctamente.
Cuando las emociones irrumpen cual tornado en nuestras vidas nos paralizan, se hacen dueñas de la situación y manejan nuestros comportamientos e incluso nos impiden pensar con claridad. Aceptar todas nuestras emociones nos permitirá llevar una vida más equilibrada.
Tenemos que ser capaces de tomar conciencia de lo que sentimos, darnos cuenta que de las emociones negativas también se aprende y mucho, ya que contribuyen a conocernos mejor y a madurar afectivamente. Las emociones contienen información valiosa sobre nuestras necesidades y deseos. Hacernos conscientes nos permite entender el motivo de algunas de las decisiones tomadas.
Todo esto implica que en ocasiones tendremos que pasar por los malos momentos de forma plena, sin intentar reprimirlas. Que si tienes llorar pues eso tendrás que hacer, que enfadarse no siempre es malo, y que gritar desahoga mucho. Sin dejar eso sí que nos dominen, manteniendo de alguna manera un cierto control.
Tenemos que integrarlas en nuestro pensamiento, sentirnos enfadados, tristes o incomprendidos puedes ser bueno o malo dependerá de la situación que estemos viviendo.
Quizás esta experiencia estaba aquí esperándome para ponerme a prueba, para mostrarme donde debía trabajar con más intensidad.
Me gustaría dejar muy claro que este post es una exposición de mi proceso emocional. Pero en el transcurso de estos meses de medico en medico y hospitales diarios he conocido otras historias parecidas a la mía, donde el estrés y la ansiedad derivó en una somatización física.
Es indudable que una actitud positiva y una adecuada gestión emocional es la mejor medicina preventiva, pero sin llevarnos a engaño lo cierto es que las enfermedades existen y en ocasiones ni por mucho que te cuides ni mucha actitud positiva que le pongas a la vida, te libras de ella.
Si me decidí a escribir sobre lo sucedido es porque en mi caso y en el de cualquier persona que en un momento de su vida sienta que las emociones se le desbordan es necesario darle la importancia que merece. Recordad que mente y cuerpo van de la mano y son más frágiles de lo que nos gusta pensar.
En estos momentos me siento feliz y agradecida a la vida. Me siento distinta. No es que ahora esté en permanente estado de entusiasmo. No es que todo lo vea de color rosa y purpurina.
Es otra cosa difícil de explicar, es entender y asumir a donde me ha llevado, y me seguirá llevando, (esto no ha terminado al menos desde el punto de vista médico las cosas van para largo) todo lo vivido en este proceso. Entender que todo tiene sentido.
Y lo más importante disfrutar plenamente de la sensación de “haber vuelto”.
Me gustaría terminar diciendo que si alguna de las personas que ha leído este post siente que está en un momento de “desborde emocional” que pare un instante, respire lentamente y pida ayuda, que no se avergüence, o se sienta menos fuerte o valiente por hacerlo. Que lo hable con su familia, con su entorno y desde luego con un especialista si es el caso.
Gracias a todos por el apoyo y el calor que he recibido durante todo este tiempo en silencio.
Bienvenidos a mi casa de nuevo.