Breve encuentro

En esta ocasión el título del post lo he hecho coincidir con el  de una película. Una vieja película inglesa de 1945, que recomiendo a aquellos buenos cinéfilos.

Dirigida por David Lean (El puente sobre el rio Kwait, Doctor Zhivago) y protagonizada por Celia Jonhson y Trevor Howard, narra la historia de amor que surge entre dos personas maduras, casadas ambas y cuyas vidas transcurren sin sobresaltos ni grandes emociones, que coinciden un día en una estación de tren. La música es nada menos que del maestro Rachmaninoff (Piano Concerto nº2)

Y como voy a hablar de un viaje en tren y de las emociones sentidas desde la edad adulta pues me apeteció recordar y recomendar esta gran película, así que ahí queda dicho.

Buscando definiciones de “edad adulta o madura” me encuentro esta que es bastante sobria y me gusta: “la edad de un individuo que disfruta plenamente de sus capacidades y que todavía no alcanzó la ancianidad.”

No confundir con madurez emocional, porque aunque ésta se debería ir adquiriendo con la edad, no siempre van de la mano.

Durante muchos años  la psicología iba más encaminada hacia el estudio de la niñez o la juventud que hacia la madurez del individuo. Fue Carl Jung (1875-1961) uno de los primeros en otorgar importancia a la edad adulta, y a la integración del pensamiento, de las emociones y de los sentimientos.

Dice Jung que lo que el individuo en la juventud busca y encuentra afuera, en la madurez lo encuentra dentro de sí mismo. Es decir que es la etapa de la vida donde uno se siente más libre y preparado para equilibrar su personalidad y prestar más atención a su interior.

Más adelante otros como el psicoanalista Erik Erickson (1902-1994)  establecen los primeros modelos de estudio de la madurez y la vejez  clasificándolas en etapas. Habla de intimidad frente aislamiento (capacidad de amar y establecer compromisos, sin perder la propia identidad), generatividad frente estancamiento (compromisos sociales, con sus familia, con su trabajo, con la sociedad, etc.), integridad del yo frente a la desesperación (la persona debe de estar de acuerdo con las decisiones vitales tomadas, tanto si han sido aciertos como si han sido fracasos, englobando los resultados en un todo)

En resumen, si la persona ha vivido las diferentes etapas de su vida lo mejor que ha podido, si todo ha seguido un desarrollo vamos a decir “normal”, hemos dejado atrás los miedos e inseguridades de la adolescencia y la juventud, hemos ganado en experiencias y hemos vivido muchas situaciones que nos han dado bagaje; La madurez debería ser una etapa de mayor eficacia, de mayor cúmulo de competencias y de mayor confianza en una mismo.

Dicho todo esto a modo de introducción, aquí va ahora el relato de lo vivido este verano.

Una de las cosas que más me gustan en el mundo es viajar, ¡ya lo sé claro a quien no!, Bien tampoco he dicho que yo sea la más original del mundo.

El caso es que me gusta muchísimo viajar y disfruto del viaje desde sus comienzos y para disfrutar del trayecto el tren es un buen medio.

Normalmente voy bien pertrechada de libros, apuntes y pinturas para dibujar mandalas. Y alterno unas cosas y otras. Pero en esta ocasión estaba demasiado cansada para leer ni sinceramente para nada.

Así que me coloqué  los cascos y me dispuse a escuchar música. Una de mis manías, y no, he de decir que no tengo muchas, pero esta sí que en ocasiones puede llegar a ser un auténtico problema; bien como decía una de mis manías es que soy incapaz de sentarme bien en una silla, sillón, sofá o lo que se tercie. No puedo es superior a mí, me retuerzo, me descalzo, subo los pies…

Toda esta explicación viene al hecho de que siempre termino consiguiendo que el revisor me ponga en un asiento sola. De tal manera que me permito ocupando los dos asientos.

Ya pertrechada cómodamente y con los cascos puestos, voy viendo como el vagón se va llenando de gente. Unos padres con sus hijos pequeños, estudiantes en lo que parecen sus primeras vacaciones sin padres a la vista, gente mayor, mucha gente mayor, la mayoría solos, y en paralelo a mí un hombre cuya edad rondaría la cincuentena larga. Iba solo, vestido de vaqueros pero con una camisa elegante. Me llamó la atención el hecho de que se sentara en el asiento del pasillo estando vacío el de la ventana; quizás porque yo soy de esos raritos también, que prefiere pasillo a ventanilla. El caso es que algo me hizo fijarme en él.

El tren arrancó y llegando a la estación de Oviedo el hombre se levanta y se va. No salgo de mi asombro, es mi alma de escritora que le encanta idear historias…

No tiene ningún sentido coger un tren de larga distancia para ir hasta Oviedo, como se ve tenía poco que hacer yo, y mucho menos ganas de pensar en nada que fuera importante.

Pero mi sorpresa se hace mayor cuando le veo aparecer acompañando a una mujer más o menos de su edad. Y le dice amablemente, vale a esas alturas he bajado la música y solo tengo los cascos para disimular mientras miro y escucho, “te he guardado el asiento de la ventana”.

Bueno ahí mi corazón y mi cabeza ya se han rendido a la historia y decido hacer mis interpretaciones atendiendo a lo poco que les escucho y a su potente lenguaje no verbal.

Estaban exultantes eso no había más que mirarlos para darse cuenta, y  decían tanto, tanto, con su actitud, con su forma de mirarse que me habría gustado atreverme a decírselo. Luego valoré el tema del acoso, y pensé que mejor me quedaba en simple espectadora.

Sus gestos delataban nerviosismo. Él hablaba sin parar sobre las “hazañas” de su hijo veinteañero, mientras ella le escuchaba con una atención propia sólo de las historias recién comenzadas.

En ocasiones, el hombre aprovechando el momento le tocaba suavemente una pierna, el brazo, o la cara, pero ella enseguida le separaba, se les reconocía la torpeza de los recién enamorados.

Me sentía fascinada por la historia. Y mientras él seguía con su casi monologo, interrumpido solo escasamente por la mujer, yo me dedicaba a elucubrar una historia de amor para ellos.

Se habrían conocido una noche de viernes que ella acostumbra a salir con sus amigas, unos vinos, la cena y para casa despacio, pero aquel viernes sus amigas insistieron en llevarla a un local que se ha puesto de moda. Y allí estaba él tomando un gyn tonic, sí, tiene pinta de tomar gyn tonic. Se sonríen, él se acerca y empiezan a conversar. Al acabar la noche ella vuelve a su casa con una sonrisa y él con su número en el móvil. Desde entonces no han dejado de soñar ni un solo día, y ahora están en un tren camino de algún lugar donde por fin tener algo más de intimidad física.

Mientras continúa su frenético parloteo, en algún momento de la conversación, él confiesa que cuando está muy nervioso habla por los codos, y ella le mira con ternura y sonríe.

A estas alturas creo que ni siquiera me tomo ya la decencia de intentar disimular, estoy entregada a la historia, estoy casi a punto de sacar el pañuelo y ponerme a llorar de la emoción. Y es posible que fuera por eso, o por forzar algo diferente que el hombre le propone ir a la cafetería a tomar algo, a punto estoy de gritar “NOOOOO” pero me contengo a tiempo.

Cuando salen del vagón mi vida se queda suspendida en un “ay”, ¿que se estarán diciendo ahora?, ¿se habrá lanzado al ataque? ¿Por qué se han ido y me han dejado sola, por qué?

Al cabo de la media hora más larga de todo el viaje por fin vuelven, ¡gracias a dios! Ya me estaba consumiendo viva…

No sé qué ha pasado en la cafetería, de que han hablado o que se han tomado, ya es por la tarde así que igual algo con alcohol, pero sea lo que sea la actitud de ella ha cambiado. Está mucho más receptiva a sus pequeñas caricias, yo no sonríe si no que se ríe abiertamente, y ahora ya no es un monologo es una conversación amena y distendida. Los nervios han quedado en un segundo plano, ya se miran fijamente a los ojos, ya se dicen cosas que sólo ellos entenderán más tarde esa noche.

El viaje termina para ellos en León, les sonrío mientras veo como cogen su equipaje de fin de semana y salen felices hacia su aventura.

Y en mi asiento, toda retorcida con los pies descalzos pienso en lo maravillosa que es la vida. Dos adultos viviendo un amor que en nada tiene que envidiar al amor adolescente. Reconociendo y disfrutando las mismas emociones ya vividas en otras ocasiones, y no por ello menos sentidas.

Esos nervios, esa torpeza, son el resultado de vivir, de sentir, de soñar y de ilusionarse una y otra vez, las que haga falta. Porque la vida es eso, es emocionarse, es disfrutar de las sorpresas, de los regalos que el Universo nos brinda.

Las personas emocionalmente maduras reconocen la importancia de vivir el presente, habiendo aceptado y superado el pasado. Han aprendido a abrirse, a no tener miedo “a sentir”, a confiar en sí mismos y en los demás.

La vida misma es un viaje en tren, la gente entra y sale de tu vida como de un vagón, cada uno se baja en la estación que le corresponde. En ocasiones coincides con gente que marca tu vida aunque haya estado poco tiempo en ese tren y otras veces realizamos todo nuestro viaje con las mismas personas.

Si tienes suerte puede que en alguna estación de paso coincidas como les sucede a los protagonistas de la película, con un gran amor. O con varios amores que te hagan más divertido y mágico el viaje.

Todos somos pasajeros y en diferentes momentos de este gran viaje nos hemos sentido solos, asustados y confusos. Pero si conseguimos ser capaces de disfrutar del viaje, la vida se convierte en una aventura que merece la pena.

Mira por la ventanilla, disfruta del traqueteo del tren, habla con los pasajeros, cambia de vagón o bájate en otra estación, arriésgate a subirte a un tren en marcha si es lo que tu corazón te pide. Tú decides.

Y si te ha tocado el tren de la fresa, (que tarda 5 horas de Madrid a Zaragoza) pues hagamos fotos del paisaje y aprovechemos para leer un buen libro.

Siempre podrás decidir qué clase de viajero quiere ser.